Coronavirus: La ruptura de los cristales del invernadero de la riqueza insolente

Por Ricardo Forster

*Filósofo, profesor y ensayista argentino. Es doctor en filosofía por la Universidad Nacional de Córdoba. Forma parte del equipo de académicos e intelectuales que fue nombrado por el Gobierno nacional como asesores del presidente Alberto Fernández.

Comenzó la cuarentena total. Lo que hasta pocos días atrás parecía un guión algo exagerado de una distopía de Netflix se va volviendo experiencia cotidiana. Lo invisible acecha y va penetrando cada rincón de nuestras existencias perturbadas, inquietas, preocupadas, ávidas de información que nos ofrezca una orientación en medio de una pandemia que ya no es sólo del coronavirus sino que se extiende a todas las redes sociales y amenaza con hacer estallar nuestros cerebros abotagados por los miles de millones de bits de información. Sabemos todo y no sabemos nada. Hablamos con el lenguaje del especialista en medio de una ignorancia profunda que nada sabe de las implicancias de esta peste que nos abruma. Teorías conspirativas, manipulación irresponsable de laboratorios ultrasecretos que se mueven por el filo de la cornisa bordeando lo que no se debe tocar, hacinamiento horroroso de animales para el consumo humano, proliferación de transgénicos que acaban alimentando a humanos y a animales que después consumimos sin saber sus consecuencias en nuestros organismos, desconociendo lo que pueden desencadenar (¿alguno recuerda la peste de “la vaca loca”? ¿recuerdan lo que la generó?). Nietzsche nos dejó una frase absolutamente actual: “los modernos hemos tocado todo con nuestras sucias manos”. Penetramos en el interior de la vida, desciframos su código, reconstruimos la cadena del ADN y nos sentimos como dioses jugando el juego de la creación. Hasta que un virus se desparrama desde la lejana China, atraviesa todas las fronteras reales y artificiales, y desencadena el pánico y la incertidumbre.

Nos hablan de un lapso de más de un año para llegar a la vacuna salvadora. Nos miramos perplejos sin aceptar la desmesura de un tiempo que para la supervelocidad en la que se desarrollan nuestras vidas en el capitalismo del híper consumo nos parece una eternidad. Acostumbrados a habitar en el instante y la fugacidad descubrimos, de pronto, que todo se detiene y que el hoy se vuelve una extensión indescifrable mientras permanecemos en nuestras casas a la espera del milagro. Décadas de aglomeraciones y hacinamientos urbanos cada vez más marcados por la desigualdad y la gentrificación, de cuerpos que circulaban sin siquiera mirarse, de apresuramientos hacia ninguna parte, de horarios laborales interminables que nos devolvían a nuestros hogares exhaustos y convertidos en zombis. De repente nos encontramos en el interior de un tiempo que se dilata, que nos envuelve y se despliega con una lentitud que desconocíamos. Incluso aquello que nos parecía natural se vuelve una experiencia novedosa. A nuestro alrededor, y más allá del silencio que invade nuestras ciudades, todo está en movimiento y modificándose. Velocidad y lentitud se entrelazan trastornando nuestra percepción de un mundo que creíamos conocer y que se nos vuelve ajeno y peligroso. O, tal vez, se nos vuelva insospechadamente más próximo allí donde volvemos a aprender otro modo de relacionarnos con él.

Nos movemos entre la perplejidad y la angustia, entre lo insólito de la situación y el redescubrimiento de lejanas experiencias que nos remiten a otras épocas de nuestras vidas. El freno brutal a la aceleración cotidiana destripa nuestras asociaciones y nuestras costumbres, desaloja el funcionamiento del piloto automático con el que manejábamos nuestras vidas hasta ayer y nos ofrece una extraña oportunidad. La vida, eso vamos descubriendo azorados, estaba en otra parte. La habíamos perdido. Se había fugado cuando el tiempo fue capturado por el productivismo del capital, el consumismo desenfrenado de sujetos automáticos y el solipsismo de individuos convertidos en sujetos de un narcisismo a prueba de balas que, sin embargo, ha sido brutalmente conmovido con la expansión fantasmagórica del virus. Comenzamos a mirar de otro modo lo que ya no veíamos. Redescubrimos las artes de la conversación con los más próximos que se habían convertido en espectros lejanos aunque los tuviéramos al lado, regresamos a nuestras lecturas de siempre sabiendo que en ellas se guarda mucho de lo que deberemos seguir pensando, volvimos a palpar el discurrir de las horas dejando que el tedio también haga lo suyo junto con la busca de actividades que nos mantengan ocupados. Sorprendidos y extraviados, anhelantes y confundidos, maníacos de información y atravesando a la vez una suerte de desintoxicación de aquello mismo que nos invade y nos conmueve.

Mientras una parte de nosotros quiere seguir aferrada a los usos y costumbres de lo que fue suspendido por la cuarentena, la otra parte se deslumbra bajo el haz de una luz novedosa que ilumina de otro modo lo que nos rodea. Entre el encandilamiento de lo desconocido y la percepción de algo nuevo que se nos abre en medio de la pandemia. Como si fuera un raro privilegio estar al borde del precipicio. ¿Quizás una oportunidad para echar el freno de emergencia a la locomotora del progreso como escribía en el final de su vida Walter Benjamin? ¿Tal vez ese acontecimiento disruptivo que interrumpe la marcha lineal de una sociedad inconsciente de su potencialidad destructiva? ¿La peste como una metáfora, real y dolorosa, del hundimiento de prácticas y certezas que ya no nos sirven para atravesar los días oscuros?

Momentos únicos que conllevan el peligro y la oportunidad, que nos abren una puerta para salir de la trampa en la que estamos o simplemente nos siguen conduciendo hacia el desastre. Dura comprensión de que no existen garantías ni seguridades capaces de eliminar los peligros que acechan nuestras vidas pequeñas e insignificantes desde el punto de vista de una pandemia que se retroalimenta de nuestras impericias y descuidos. Sorprendidos nos damos cuenta de que estamos corriendo una carrera sin ventaja alguna, que apenas si nuestras ciencias y nuestras tecnologías nos ofrecen una esperanza de impedir la expansión del virus. Regresamos a viejas formas del cuidado, utilizamos prácticas milenarias, nos resguardamos en la intimidad de nuestros hogares como último recurso para aplanar, esos nos dicen los que saben, la curva ascendente de la pandemia impidiendo, si lo lográsemos, que colapsen nuestros sistemas de salud. En un sistema de la economía-mundo que nos convenció que era todopoderoso, que era capaz de solucionar todos nuestros problemas reduciendo al máximo los riesgos (y que si algo llegaba a suceder serían las compañías de seguro las que responderían resguardando nuestros bienes), comprobamos, perplejos y atemorizados, que vivimos en peligro.

La vida, la nuestra, está surcada de lado a lado por ese mismo riesgo que una propaganda naïf intentó despejar de nuestras existencias acolchonadas (mientras una porción mayúscula de la humanidad vive permanentemente en riesgo de enfermarse, de padecer hambre, de quedar a la intemperie, de no tener agua potable ni vivienda digna, de ser violentados y explotados). El invernadero ya no nos protege y vuelve un poco más igual a una humanidad fragmentada y dividida por líneas que trazan las diferencias abrumadoras entre los menos –ricos y agraciados– y los más –pobres y desprotegidos–. Azorados algunos –por primera vez en sus vidas– descubren que hay un otro socialmente distante que puede acompañarlo en un viaje a ninguna parte y sin retorno. Pero también están los que se maravillan con la emergencia de un nuevo espíritu de comunidad que logra sortear el enclaustramiento obligatorio que, lejos de separar, vuelve a juntar lo que antes no se entrelazaba. Hay días en que prima el pesimismo de sabernos en una sociedad desquiciada y suicida y, otros días, en los que recobramos la esperanza de estar viviendo un parte aguas histórico que nos abre la posibilidad de rehacer a nuestras maltrechas sociedades soñando con dejar atrás la pandemia del capitalismo. Nos hamacamos entre el precipicio y la tierra firme.

Vivimos las últimas décadas como si intuyéramos que esto iba a suceder. Esperábamos a Godot y sabíamos que ya estaba con nosotros, que nos atravesaba sin que le prestáramos la atención que nos reclamaba. Indiferencia. Complicidad. Estupidez. Abuso. Ignorancia. Egoísmo. Sea cualquiera de estas actitudes la que nos defina, hoy ya no podemos hacernos los desentendidos. La pandemia hizo estallar en mil pedazos la ilusión ya largamente marchitada de la globalización. Sus promesas se convirtieron en nuestra actualidad contaminada y brutalmente desigual. Una economía-mundo desarrollada desde la matriz del capitalismo que fue exacerbando su lógica más destemplada y homicida se muestra en su desnudez, como si estuvieran saltando al mismo tiempo todos los goznes de todas las puertas que nos llevaban a un mundo de fantasía dominado por el llamado al goce. En nuestras casas, confortables para algunos, desastrosas e invivibles para los muchos, nos movemos entre la certeza de estar cruzando una frontera hacia un país desconocido y la persistencia de todos los reflejos que provienen del mundo en el que vivíamos hasta ayer.

Inquietos ante la posibilidad de “perder” nuestros privilegios nacidos de la ceguera de un sistema autófago y entusiasmados por la posibilidad que, sospechamos, se abre si fuésemos capaces de aprovechar, bajo la forma de un aprendizaje crítico de nosotros mismos, la terrible prueba a la que estamos siendo sometidos por la vida misma. ¿O acaso creemos que la pandemia sólo tiene que ver con el azar del virus que fugó de algún animal a los humanos y que lograremos vencerlo gracias a la ciencia y la tecnología para seguir viviendo como si nada hubiera sucedido? Es posible que superemos esta pandemia que nos aterroriza, que intentemos regresar a la vida tal cual era antes de su llegada repentina y fulminante; pero también sentimos que algo otro, confuso todavía, por inventar y descubrir, está esperándonos como corolario de una crisis que pondrá todo en entredicho. Difícil, por no decir entre imposible y absurdo, que las cosas retomen su ritmo como si la sombra no se hubiera cernido sobre la sociedad al punto de impedirle continuar con su enloquecida ceguera. La peste, una vez más, mostró lo real de un mundo social enfermo hasta el tuétano, de individuos narcisistas capaces de ahogarse buscando la reproducción infinita de su propia imagen. Egoísmo y destrucción. Las marcas de un sistema colapsado que ha descarrilado el tren de una humanidad perdida en sus sueños antropocéntricos.

Pero también el advenimiento de una oportunidad que se nos ofrece sin garantías, bajo la forma de una tozuda insistencia en abandonar el camino de la economización de la vida hasta dejar sin nada a la propia vida. Entusiasmo en medio de la acechanza y la perplejidad. Sentimos que nuestras existencias ya no serán las mismas pero no acabamos de entender hacia dónde nos dirigimos, cuáles serán las consecuencias de la pandemia. Entre el miedo y la expectativa, entre querer volver al día anterior a sabernos vulnerables y comenzar a imaginar la posibilidad de una gran transformación que pareciera comenzar a nacer cuando a nuestro alrededor se van derrumbado verdades y certezas, acciones mecánicas automatizadas en el interior de sociedades incapaces de mirarse hacia adentro de sí mismas para buscar otros caminos.

Seguramente el sistema y sus beneficiarios directos buscará sostener y ampliar su poder, querrá aprovechar el terror que nos atraviesa para capturarnos todavía más en el interior de sus engranajes. Querrá convencernos que la victoria es el resultado de sus maravillosos laboratorios que trabajan a destajo para el bien de la humanidad. Nos dirá que salgamos tranquilos nuevamente a las calles del consumo, que consumamos más que nunca para recuperar la economía y así volver a crecer. Nos pedirá que dejemos atrás el pasado y sus horrores y que nos dejemos guiar por los demiurgos de un mundo plenamente domesticado por la ciencia y las tecnologías digitales donde sobrarán las preguntas inquietas y disruptivas que se multiplicaron cuando la pandemia despedazaba lo sabido y lo aceptado. Así como la velocidad productivista y economicista se devoró el tiempo del vivir que ahora nos regresa bajo la paradoja de la cuarentena, veremos, si salimos de su abrazo de oso, como vuelven a proliferar los llamados a la mistificación de todo aquello que nos condujo de cabeza al desastre.

Querrán que olvidemos los lazos de solidaridad que aprendimos a retejer en medio de la peste; buscarán que abandonemos las ilusiones de Estados capaces de hacerse cargo de los derechos de sus ciudadanos y ciudadanas a vivir con dignidad y sin tener que soportar la depredación privatizadora de los sistemas de salud; tratarán de convencernos de que la única salida es dejarnos rescatar por la ciencia, la tecnología y el mercado desbaratando el aprendizaje de estos meses en los que volvimos a recobrar algo de la memoria perdida. Como si fuera una maldición china “no dejaremos de vivir tiempos interesantes”.

Desde épocas remotas sabemos, o intuimos, que el sufrimiento abre los ojos y desnuda nuestras carencias y nuestros olvidos. Que “la felicidad deja páginas en blanco en la historia” como decía Hegel en un exceso de realismo pero en absoluto de ingenuidad. Comenzamos a aprender cuando la verdad del mundo se hace añicos, cuando lo que nos complacía se descompone, en el momento –muy arcaico– en el que la fusión con la totalidad de la vida natural se desgarró para nosotros y nos lanzó a la intemperie que es la madre de todas las preguntas y de nuestra travesía humana. En las últimas décadas, en medio de la expansión incontenible del capitalismo en su fase neoliberal, las preguntas se fueron acallando mientras las multitudes se lanzaron hacia paraísos artificiales excedidos de un llamado al goce que, como no podía ser de otro modo en sociedades desiguales, solo alcanzaron a una pequeña porción de una humanidad cada vez más atrapada en el imaginario del consumismo y olvidada del arte de preguntar, de inquietarse y de asombrarse por el curso de la existencia. Satisfacción garantizada para los que están adentro del invernadero, ilusión frustrada para los que quedan irremediablemente del otro lado del muro.

El COVID-19 rompió los cristales del invernadero, hizo crujir todo el edificio de una riqueza insolente. El contagio no discrimina, se abalanza sobre aquellos que creían estar a reparo porque tenían el dinero para pagar la salud privada, también sobre aquellos otros que festejaron el final del “Estado paternalista”, agujero negro por donde se iban los impuestos “insoportables” que impiden que los mercados se liberen aún más. Desnuda las consecuencias de políticas homicidas que funcionaban al son de la especulación financiera y la desregulación de los mercados mientras se regocijaban en el desguace de los instrumentos estatales destinados a proteger a las mayorías abandonadas a su suerte.

Pero es también la evidencia de individuos anestesiados y profundamente desocializados, carentes de esos mecanismos indispensables y antiquísimos que le dieron forma a las sociedades humanas. Como si el virus pusiera en evidencia lo que dejamos en el camino hacia la quimera del shopping center y de dispositivos tecnológicos capaces de resolver todos nuestros problemas. Volver a interrogarnos, auscultar lo que nos pasa, preguntarnos por la marcha demencial de un mundo capturado por la sed de ganancias inconmensurables. Preguntas que se internan, a su vez, por senderos que ya no transitábamos y que nos confrontan con la enormidad de nuestros olvidos o de nuestro vaciamiento existencial y espiritual. Una vez lanzada no hay manera de detener la onda expansiva de la interrogación.

Hay voces que se alzan imaginando que la pandemia global va a poner en jaque al capitalismo (Zizek, por ejemplo); otras voces que imaginan una salida China articulada como Estado autoritario-policial y dominada por el Big Data como el gran instrumento que les ha permitido a los países como Corea del Sur, Singapur, Japón y China atacar con mayor éxito la expansión del COVID-19, una alternativa focalizada en la mayor disponibilidad de esas sociedades a las acciones colectivas y a aceptar los controles y la dirección de un poder unificado (Byung-Chul Han y, en parte, Noemi Klein abonan este desemboque). Estaríamos asistiendo a la brutal crisis del “modelo occidental de libertades individuales y públicas” que se demostró incapaz de enfrentarse al desafío del virus.

Sin embargo, de esta crisis, eso sostiene Han, no deberíamos esperar un más allá del capitalismo sino una salida bajo la forma del maridaje entre más economía de mercado y más vigilancia social. Incluso las decisiones de radicalizar las cuarentenas y por lo tanto las de ampliar el aislamiento social suponen, en el fondo, una mayor amplitud de los vicios del individuo solipsista que sólo tiene tiempo y humor para pensar en sí mismo mientras sigue encadenado a la cárcel de su propia libertad de autoexplotarse bajo la forma del teletrabajo que, eso nos dicen, llegó para quedarse y como una de las consecuencias de la peste. El escepticismo agudo y corrosivo que suele recorrer toda la obra del filósofo coreano-alemán se vuelve más explícito todavía frente a la pandemia. Para él sólo un abstracto replanteo de las formas de producción, de consumo y de vida podrá contribuir a sobrellevar las consecuencias de un sistema que arruina al planeta y a nosotros con él. Tiende a pensar que, otra vez más, de las crisis el capitalismo sale fortalecido en su tendencia a la concentración y a la imposición social de sus premisas organizacionales.

Pero lo cierto, y eso tanto si abonamos la tesis zizekeana de un más allá del capitalismo como la de Byung-Chul Han de una agudización autoritaria y vigilante de ese mismo capitalismo, es que estamos en un punto de no retorno, en el corazón de la catástrofe magnificada por un sistema económico-productivo que ha recorrido el camino de la extenuación de los recursos naturales avanzando ciegamente hacia el daño creciente de la biosfera, al mismo tiempo que fue diezmando toda forma de vida no reducible a rentabilidad.

El virus, su capacidad para mundializarse, no hace otra cosa que hacer evidente la composición autodestructiva del capitalismo, su persistente negociación con lo ilimitado que lo ha llevado ha transgredir absolutamente todo sin siquiera medir las consecuencias de esas acciones. Así como el COVID-19 tiene la capacidad de multiplicarse infinitamente mientras no haya algo que lo detenga, el capitalismo se ha mostrado como un sistema que se reproduce a sí mismo sin poder detenerse por cuenta propia y haciendo de esa expansión indetenible su propia esencia. ¿Acaso el COVID-19 sea lo real del capitalismo? ¿Estamos siendo testigos de la irrelevancia de un sistema que se ha reproducido a sí mismo utilizando los mecanismos de la artificialidad y la ficción? Hemos pasado de la saturación de lo irrelevante bajo la forma del llamado perpetuo al goce consumista a descubrir que en un instante lo significativo se vuelve insignificante. ¿Supone esta emergencia cruda de lo real del sistema que, una vez transcurrida la pandemia, y más allá de los daños que producirá, seremos capaces de hacer algo con la experiencia vivida? ¿Estaremos en condiciones, desmintiendo a Giorgio Agamben, de “hacer experiencia” en un mundo en el que la experiencia ya no la hacen las personas sino los medios de comunicación que les narran aquello que los individuos ya no son capaces de transformar en experiencia propia? ¿Se aprende de una travesía al filo de la muerte y capaz de dejarnos desnudos? ¿Podremos ser como el Rey Lear que comprende una vez que se encuentra desnudo y en medio de la tormenta? Si algo caracteriza a la economización de todas las esferas de la vida y su correspondiente dominio de la abstracción y de la lógica del valor, es que ha sido capaz de producir un sujeto automático que carece de reflexividad crítica y que simplemente se deja llevar por los vientos del pragmatismo productivo-consumista. ¿Tendrá, quizás, la pandemia la capacidad de despertarnos del sueño hollywoodense y sus paraísos artificiales montados bajo la forma de la mercancía? ¿Será, éste, nuestro punto de inflexión, el advenir de lo inesperado que rompe la continuidad lineal del tiempo burgués? Preguntas que se amontonan mientras el silencio atronador de la ciudad en cuarentena me recuerda la excepcionalidad de esta travesía sin brújula orientadora.

Buenos Aires, 23 de marzo de 2020

Fuente origital https://lateclaenerevista.com/coronavirus-la-ruptura-de-los-cristales-del-invernadero-de-la-riqueza-insolente-por-ricardo-forster/

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